Mucha mili

¡Hay que ver cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer, un día de enero del recién estrenado 1990, cuando aterricé por primera vez en el aeropuerto de Gando de Gran Canaria. Aún estoy escuchando la advertencia premonitoria del taxista que me llevó hasta el Parque de Santa Catalina
de que si me quedaba mucho tiempo en Las Palmas iba a acabar envuelto en las melosas redes de una mujer canaria.

Aquel primer día en la Unidad del Dr. Maynar se me quedó grabado en la memoria para siempre: por entonces, estaba de moda en la televisión española una serie de policías neoyorquinos que se titulaba “Hill Street Blues”, incomprensiblemente traducida como “Canción triste de Hill Street”: Ese ir y venir de gente por la comisaría, las discusiones profesionales entre los guardianes del orden, el sentido jerárquico de la autoridad aceptado con disciplina y responsabilidad por los subordinados del jefe; para mi sorpresa, las salas del Vascular y los pasillos y los habitáculos en los que las secretarias pasaban los informes – ¡a ordenador! – que les dictaban los médicos de la Unidad del Hospital del Pino me recordaron a esa serie americana. Y entonces fui consciente de que aquello era lo que yo quería, lo que andaba buscando desde que terminé la carrera de Medicina cuando me metí en una travesía del desierto que incluyó servicio militar y 3 años de médico de pueblo en el campo de Caravaca, una bella zona de la Región de Murcia.

Los del Pino fueron dos años y medio de duro aprendizaje, de conocer gente de todos los lados de España – Miguel Ángel de Gregorio, por ejemplo – y de Latinoamérica que solicitaba estancias de formación en el mejor sitio de referencia de radiología vascular intervencionista que había en ese momento; de disfrutar también – ¿por qué no? – de otros placeres de la vida, saboreados como solo se puede hacer cuando tienes treinta y pocos años.

Sinceramente, cuando veo ahora a los que están empezando a bucear por las turbias aguas de nuestra especialidad, me viene la nostalgia de aquellos años noventa del siglo pasado y me siento un privilegiado por haber tenido una formación casi espartana pero productiva como radiólogo vascular. Puedo afirmar que mi etapa profesional en el Vascular del Pino fue de calidad; y, como de bien nacido es ser agradecido, no quiero terminar esta columna sin mencionar a Manolo Maynar, a Juanma Pulido y a Moisés Casal: soy lo que soy, como radiólogo vascular, gracias a ellos. Recordándolos, siento la tentación, como en la novela de Aldous Huxley, de decirle al tiempo que se detenga.

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